|    El Cuento:   Maldita Noche Buena   |

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20-11-2021
Mis recuerdos son como una pesada cruz que he venido cargando sobre mi rígido espaldar, pues en ellos guardo incalculables culpas de los actos cometidos aquella Noche Buena 1995. Desde entonces no existe un solo instante que no me sienta apesadumbrado y agobiado por los malignos versos recitados en la cena de Navidad. Tan horribles, que no existen palabras humanas para describir cuan pérfidos y viles son, aquellos que al oír semejantes barbaries no quiebran su espíritu y rompen en llantos interminables. Pero el tiempo me ha consumido y no puedo seguir mi camino a otra vida sin librarme de estos demonios que me persiguen, y diariamente me fastidian con sus falacias y sus constantes maldiciones a mi espíritu.
Fue en 1995 cuando disfrutaba de un profuso festín junto a mi amada familia, anualmente gozábamos las vísperas decembrinas, con regocijo nos reuníamos tanto distantes como cercanos, y cobijábamos a aquellos que no tenían un techo para guardarse de las constantes heladas de la época invernal. Ese año, ese condenado año, fue en el que todo cambiaría para siempre. 

Abrimos las puertas de nuestro hogar a un hombre del cual no recuerdo su nombre, con un aspecto que jamás olvidaré: sus ojos eran de color verde como aquel de una roca jadeíta y mostraban un enorme hartazgo, sus labios endurecidos e inmóviles no permitían que ninguna palabra se plasmara en su hablar, y su cuerpo lucía de una forma desfigurada y desproporcional, era imposible descifrar su aspecto debajo de los grandes abrigos que portaba; su caminar era irregular, arrítmico, como si se encontrara herido o fuera de capacidad para coordinar sus pasos. Procedimos a sentarnos en la enorme mesa que mi amada esposa había preparado con alegría para los invitados, y como acostumbra una familia, comenzamos a orar. Agradecimos las incontables bendiciones que habíamos recibido ese año, y dimos la voz a aquellos que gustaran compartir sus agradecimientos.

Fue cuando llegó el turno de este sujeto de aspecto siniestro: enmudeció por unos segundos y justo antes de iniciar la persona sentada a su derecha, con una voz oscura, habló: 

—Ustedes, quienes alzan sus plegarias y oraciones a aquel que todo lo ve, quien es el dueño de la voluntad de los hombres; ustedes, quienes caminan insensibles en las calles sin ofrecer su mano a aquel que está tendido sobre el suelo; ustedes, malditos sean ustedes que alaban a un falso rey, a un mentiroso y un calumniador, que dice ser todo justo y bondadoso, y heme aquí, moribundo, abandonado y envuelto en mi maldita soledad. ¿Qué penitencia estoy cumpliendo? Que llevo dentro de mi cuerpo a la verdad absoluta, al verdadero rey de la eternidad, y que hoy postro ante ustedes y libero para que se induzca en sus almas y les arrebate todo aquello que su Dios me ha privado.

Lo que aconteció después, es lo más aterrador que mis ojos han presenciado en toda mi vida el sujeto maldito comenzó a levitarse sobre la mesa, abrió sus fauces, y desde sus entrañas expulsó a un ente insólito, de aspecto monstruoso, y cayó muerto aquel sujeto desconocido. De los ojos del ser bestial emanaban flamas oscuras, cuyo ardor encendía en las almas de los presentes un miedo colosal. Su esencia era fétida, putrefacta, tanto que causó nauseas a todos los observadores. Sus dientes eran tan afilados como espadas que cortan la carne con facilidad, y su voz es la más diabólica y malvada que se ha escuchado por el hombre, la cual se alzó y dijo sin titubear: 

—Inclínense ante mí, que yo soy la verdad, la oscuridad, y la maldad. En mis reinos se aposentan todas aquellas almas que siguen a aquel que todo lo ve, aquel que desde su reino celestial me desterró en un juicio injusto, arrebatando de mi posesión mi prestigio y mi belleza. Pues sí, soy yo, Lucifer, rey de las tinieblas y del castigo eterno. 

Todos aquellos que estábamos presenciando el acontecimiento quedamos mudos por nuestro inconmensurable miedo, pero decidí, a pesar de mi terror, alzar mi voz y con un grito quebrado le dije a aquel que reina el inframundo: 

—En esta casa quien gobierna es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Bienaventurados somos los que aceptamos aquellos que cenamos en la mesa del Señor, y tú, maldito, no eres bienvenido en este hogar, así que vete, vete lejos y no vuelvas jamás, pues si las puertas del Reino de los Cielos se cerraron para ti, las que dan entrada a este hogar de mortales también. 

A continuación sucedió algo que hasta la fecha no me he podido explicar: sentí un intenso vacío en mí, me transporté a un plano oscuro en su totalidad, no podía divisar al horizonte pues no deslumbraba un solo destello de luz. No me sentía vivo, ni muerto, el único sentimiento que existía en el momento era mi rabia hacia ese ser que invadió mi hogar, pero conforme pasaban los segundos pude percibir una resonancia en el ambiente. Lamentos y gritos de dolor aumentaban de tono conforme una luz se aproximaba hacia mí. Eran tan horribles aquellos gritos de dolor, que sólo recordarlos llena mis ojos de lágrimas. 

En el momento que la luz distante alcanzó a deslumbrarme me encontré en el lugar exacto donde aclamé mis palabras de ira a aquel demoniaco ser, y lo que vi frente a mí es aquello que me ha perturbado hasta la fecha. Es eso mismo que expreso en este escrito, para que quien tenga la infortuna de leer mis vivencias, no cometa el mismo error como aquel que cometí esa Noche Buena. 

Ante mis pies se asentaban los cuerpos mutilados de mi esposa y mis hijos. Sus cabezas estaban totalmente desconectadas de su torso, sus ojos habían sido arrancados de su lugar y su mandíbula completamente rota. Mis invitados habían sido profundamente apuñalados en la garganta, no había un solo vivo en la escena mas que yo. Y me sentí completamente solo, tan solo que no sentía un espíritu que llenara mi ser, todo aquello que amaba me había sido arrebatado por mi propia mano. Alcé la mirada y en los muros vi plasmado con sangre el mensaje: “Por tu osadía, tu pena es la muerte en vida, y la culpa eterna”. 

No existe un día en el que no llore, no existe un día en el que no recuerde lo más horrible que he vivido, no existe un solo día en el que no quiera terminar con mi dolor, mi pena y mi culpa. Pero mientras el tiempo me hace menos capaz de recordar, más le ruego al Rey de los Cielos que se apiade de mí y tome mi espíritu para gozar de su presencia en la eternidad. Hasta la llegada de ese día, continuaré con el constante recuerdo de esa maldita Noche Buena, y seguiré muerto en vida; hasta que viva en la gracia divina hasta el fin de los tiempos, o me hunda en el terrible castigo del desasosiego eterno.

Por: Alejandro García Sancho Garayzar