|    Artículo:   El caracol no volverá jamás   |

alt

04-07-2018
Nunca fui lector prominente hasta que conocí a Diana. En la primera imagen que tengo de ella tiene once años y sostiene un libro de García Márquez sobre los muslos, en aquella banca de cemento, bajo el árbol de almendras. Una semana esperé a que la bibliotecaria me dijera de cuál libro se trataba.


Hoy lo devolvió. Ten. Ojalá lo leas tan rápido como ella— se burló la anciana.

Cuando al mes siguiente la vi coger las obras completas de Sor Juana, me armé de valor para acercarme. Como el jugador de ajedrez que era —ella leía, yo jugaba ajedrez y a todos les ganaba—, pensé bien la estrategia para quedarme con la reina. Tenía en la punta de la lengua aquellos versos: "en perseguirme, mundo, ¿qué interesas?", pues me parecía que Diana ponía riquezas en su pensamiento; pero no me atreví y la llamaron a casa. Luego de aquel verano me mudé con mi familia a otra colonia, llevándome el silencio de Diana metido en la memoria.

14 años después regresé al mismo barrio. Caminé hacia la vieja casona donde daban los talleres de cultura y al entrar a la biblioteca, Diana estaba ahí, con ese rostro de intelectual que tanto recordaba. Ahora ella era la bibliotecaria, y amores más amores menos, me sentí preparado para abordarla. Tomé dos libros del estante, y caminé hacia el mostrador. Los puse frente a ella; miré de cerca sus manos que me parecieron delicadas, como de cristal.

—Estos libros no salen a domicilio, porque son únicos; tendrá que leerlos acá— Uno era de cálculo diferencial, y otro de nano partículas para la nueva ciencia. Avergonzado caminé de regreso a los estantes a esconder mi estupidez.

Yo era un lector más allá de lo ordinario. Siempre leí, pensado en Diana, cuanto libro cayó ante mis ojos; y no comprendía por qué no podía articular palabra frente a esta mujer. Me jactaba de ser dueño de mi confianza, pero ella me desbarataba. Salí de los estantes y decidido le hablé mientras me acercaba:

—Disculpa, quisiera platicar contigo—, dije a tres metros del mostrador.

Ella se puso un dedo en los labios y ‘shhh’, indicó que me callara. Bajé la voz y repetí: “me gustaría platicar…” cuando una niña se me adelantó corriendo y de un brinco se subió al mostrador.

—¡Mami! Diana se inclinó para besarla. Cogió su bolsa de mano.

—¿Y papá, dónde lo dejaste? para salir del mostrador.

Al pasar frente a mí, sólo alcancé a encogerme de hombros.

*Doctor en Ciencias Marinas. Escritor y editor.

Por: Dr. Adán Echeverría*