En un lapso de aproximadamente diez siglos
que inició con la disolución del Imperio Romano de occidente hasta el
arbitrario comienzo del llamado Renacimiento, caracterizado por ‘un poderoso
anhelo de renovación religiosa’, la concepción de una nueva verdad trató de
sustituirse intentando alejarse de las envestiduras escolásticas. Para Erasmo
de Rotterdam (1466-1536) simplemente la filosofía “es un conocerse a sí mismo a
la manera de Sócrates y de los antiguos”. Y aseguraba que “la sabiduría
cristiana no necesita de complicados silogismos y se reduce a pocos libros: los
Evangelios y las Cartas de San Pablo”. Todo aquello del poder eclesiástico y de
los escolásticos sólo servía para complicar las cosas con la intención de
aumentar su poder enmarañando hasta la naturaleza de lo creado, al decretar qué
era lo verdadero y qué lo falso. Simplemente el todo se reducía a "porque lo
digo yo".
Martín Lutero (1483-1546) irrumpió en el teatro de la vida política y espiritual con tan fuerte explosión, que hizo temblar a Europa rompiendo la maquillada unidad del mundo cristiano. Unidad que en la mayoría de los casos se mantenía frágilmente por los mismos intereses creados tanto eclesiásticos como civiles. Incluso para muchos intelectuales “el medievo acaba con Lutero y con él se inicia una fase importante del mundo moderno”. La autorización para descubrir nuevas verdades sin que la conciencia fuera un obstáculo determinante en la intención, se destapó, o quizá se desbocó en algunas ocasiones, con el entusiasmo de un joven al que le quitan de repente todo tipo de limitaciones. La afirmación platónica de que la realidad se encuentra más allá de las apariencias, inspiró a teólogos y científicos por igual para investigar con mayor profundidad los misterios de la naturaleza. En este punto se pensaba que, si Dios es la verdad, entonces los métodos de la ciencia deberían conducir directamente hacia Dios. Entonces ¿por qué no usar la razón? La revolución científica arrancó con cierta discreción. No obstante, la fuerza que le imprimieron cada vez se observaba aumentar en cuanto a intensidad con el fin de sustituir a una religión con múltiples incisiones. La cientificidad intentó ocupar la posición de esa maltrecha religión para convertir a la ciencia en lo absoluto.
En realidad, la revolución científica se trata de una poderosa revolución de ideas que durante el siglo XVII presenta sus rasgos distintivos en la obra de Galileo Galilei (1564-1642), nacido en la Toscana y fallecido en la misma región. Se dice que el período de este movimiento transcurre aproximadamente entre “la fecha de publicación del De Revolutionibus de Nicolás Copérnico” (Mikola Kopernik, polaco, 1473-1543), durante el año de 1543, “hasta la obra de Isaac Newton (inglés, 1643-1727), cuyos Philosophiae Naturalis Principia Mathematica fueron publicados por primera vez en 1687”. Las ideas diferentes manifestadas por Galileo se encuentran fuertemente influenciadas principalmente por la filosofía de Descartes y de Bacon; así como más tarde se manifestó la perspectiva newtoniana de que el universo es una auténtica máquina con la precisión de un reloj. Así es presentado en este período una amplia modificación del universo incluyendo, por supuesto, la revolución astronómica “cuyos representantes más prestigiosos son Copérnico, Tycho Brahe (Tyge Ottesen Brahe, danés, 1546-1601), Kepler (Johannes Kepler, alemán, 1571-1630) y Galileo”.
Como es ampliamente conocido, Copérnico colocó al Sol como centro del mundo, “Tycho Brahe, aunque era anticopernicano, eliminó las esferas materiales que en la antigua cosmología arrastraban con su movimiento a los planetas, y reemplazó la noción del orbe (o esfera) material por la moderna noción de órbita”. Kepler “… realiza el revolucionario paso desde el movimiento circular hasta el movimiento elíptico de los planetas”. Galileo mostró la diferencia entre física terrestre y física celeste. Newton, con su teoría sobre la gravitación, “unificaría la física de Galileo y la de Kleper”. En síntesis: Copérnico, eliminó la creencia de que la Tierra es el centro del universo; lo cierto entonces, es que la Tierra no tiene nada de especial ya que es un cuerpo celestial como todos los demás. Siendo común y corriente lo anterior, no tiene nada de particular y, por consecuencia, al hombre lo quitó de la creencia de que es único, singular. Esto arrojaría como resultado que “ya no es, en especial, aquel centro del universo creado por Dios en función de un hombre concebido como culminación de la creación, y a cuyo servicio estaría todo el universo”. Con lo anterior, la Tierra deja de ocupar un lugar especial, privilegiado, debido a que es igual a otros planetas; es decir, a los demás cuerpos celestes. Entonces la gente empezó a cuestionarse sobre la posibilidad de que en otros planetas hubiera existencia. También surgieron constantes y numerosas interrogantes como aquella con respecto a la paternidad de Adán y Eva que se mencionaba en la Biblia; “¿cómo es que Dios, que bajó a esta tierra para redimir a los hombres, podría haber redimido a otros hombres hipotéticos?” Cierto que esta duda ya había aparecido con los llamados salvajes de América, aunque para estas personas los salvajes venían de Europa y no al contrario, como se pensaba en el arrogante y supuestamente civilizado, viejo continente. En fin, lo que sucedió con relación a los planteamientos religiosos y antropológicos, modificó sustancialmente el sistema providencialista que era sustento de la campaña católica contra el cientificismo. Con todo, el resultado cambió la imagen de la ciencia: “la revolución científica no sólo consiste en llegar a teorías nuevas y distintas a las anteriores, acerca del universo astronómico, la dinámica, el cuerpo humano, o incluso sobre la composición de la Tierra”. Revolucionó la noción del saber, de la ciencia; y trató de eliminar, hasta donde le fue posible, no del todo, la presencia e influencia del providencialismo.
El conocimiento ya no era particular, exclusivo de aquella intuición de algunos que decían conocer la verdad; todo era indagación y razonamiento sobre el mundo de la naturaleza. Surgió entonces la “fundación galileana del método científico y, por tanto, la autonomía de la ciencia con respecto a las proposiciones de fe y las concepciones filosóficas”. La imagen de ciencia no sucedió de un momento a otro, fue conformándose paulatinamente durante un proceso realmente complejo en el que el método científico de Galileo avanzó, como afirmó el propio italiano, basándose en “experiencias sensatas” y en las “necesarias demostraciones”. Todo es a través del experimento. El hombre debe experimentar y no dejar nada a las anteriores afirmaciones por mucho que se mantengan arraigadas en la popularidad. Ya anteriormente el francés René Descartes (1596-1650) había asegurado que había que dudar de todo, y alguna vez añadió: “daría todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro”. Se desata la autonomía de la ciencia con entusiasmo desbordado para romper con fuerte crítica hacia la filosofía y sobre todo hacia la fe. Es cierto que se enfila decididamente contra la filosofía aristotélica, ya que la habían ampliamente acomodado a la cientificidad religiosa; sin embargo, las ideas de los revolucionarios no se muestran contrarias hasta el punto de romper plenamente con las anteriores ideas filosóficas. Como ejemplo: “Arquímedes y Galeano; la obra de Copérnico, la de Kepler o la de Harvey, están llenas de vestigios de la mística hermética o neoplatónica referente al Sol”. Es más: “el gran tema neoplatónico del Dios que hace geometría y que al crear el mundo le imprime un orden matemático y geométrico que el investigador debe descubrir, caracteriza gran parte de la revolución científica”.
No obstante, esta, mal interpretada, o más bien, mal aplicada autonomía, pronto choca; colisiona en varios círculos aún de personas consideradas iluminadas. Por ejemplo, cuando Copérnico publicó su De Revolutionibus, “el teólogo Luterano Andreas Osiander (1498-1552) se apresura a redactarle un prólogo en el que afirma que la teoría copérnica, contraria a la cosmología que aparece en la Biblia, no debe considerarse como una descripción verdadera del mundo, sino más bien como un instrumento para efectuar previsiones”. También Martín Lutero (1483-1546) y Juan Calvino (1509-1564) se opusieron a las ideas de Copérnico. La iglesia católica fue más allá al condenar en dos ocasiones las concepciones de este científico, y al fin lo obligó a abjurar. Con este hecho se desprendieron dos concepciones; dos mundos en cuanto a concebir la ciencia y la verdad. Para los científicos como Kepler, Galileo y, por supuesto para el mismo Copérnico, “la nueva teoría astronómica no es una simple suposición matemática, no es un mero instrumento de cálculo, útil en todo caso para perfeccionar el calendario, sino una descripción verdadera de la realidad, que se logra a través de un método que no mendiga garantías en el exterior de sí mismo”. Es totalmente distinto a las apreciaciones religiosas: “…las Escrituras no tienen como función informarnos sobre el mundo, sino que se trata de una palabra de salvación cuyo objetivo es brindar un sentido a la vida de los hombres”. Adjudicarle funciones que les son impropias es permanecer en el error que arroja toda ignorancia. De todos modos, por lo que fuera, había iniciado la disminución de poder de aquella institución que a sí misma se había hecho creer y, por cuenta o designación propia, la arrogante representación de la divinidad que compagina la verdad, el conocimiento, el otorgamiento de salvoconductos para el más allá, venta de las llamadas indulgencias para amigos, parientes, o para aquel que señale el beneficio de aquél quién la compró, y un sin fin de etcéteras.
La cosmología aristotélica sufrió en definitiva un claro repudio a “las categorías, los principios y las pretensiones esenciales de la filosofía de Aristóteles”. Ahora ya no se trató del ‘qué’, sino del ‘cómo’; es decir que la “ciencia galileana y postgalileana ya no indagaría sobre la substancia, sino sobre la función”. No obstante, como se había señalado anteriormente, no pudo alejarse totalmente de la filosofía. El mismo Copérnico “se remite a la autoridad de Hermes Trismegistos”, creador del ocultismo y de la alquimia, y que desarrolló un sistema de creencias metafísicas que en la actualidad se le conoce como hermetismo. Asimismo, el astrónomo en mención, recurrió a la filosofía neoplatónica “para legitimar su heliocentrismo”. En resumen, es difícil comprender el proceso de la revolución científica ya que se deben distinguir numerosos componentes tales como “la tradición hermética (Hermes Trismegisto), la alquimia, la astrología o la magia, que fueron sucesivamente abandonadas por la ciencia moderna pero que para bien o para mal, actuaron sobre su génesis y, por lo menos, sobre su evolución inicial”.
La revolución científica promete hacer público el saber para terminar con su carácter de privado, cuya difusión era exclusiva de los iniciados, pero tampoco para el profesor universitario que interpretaba los textos con arrogante exclusividad. No obstante, ese saber que se decía público siguió el mismo patrón que el anterior, ya que por un lado fue controlado, dosificado, e incluso, en ocasiones, xenofóbico. Aquello de que la educación no es patrimonio de nadie nunca resultó totalmente cierto, siguió y es hasta nuestros días privilegio de unos cuantos. La investigación y la experimentación aumentó en cuanto a la cantidad y a la calidad, pero no fue totalmente autónoma. Ya lo decía Orwell en su obra 1984: “La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza” Simplemente el procedimiento se reduce a costos muy altos y el patrocinio es, en la mayoría de los casos, inevitable. Si por ejemplo tomamos la Historia, quizá la investigación arroje la verdad, pero al escribirla se encontrará sujeta a un presente conveniente para delinear un futuro adecuado que propicie y mantenga, e incluso aumente, los rendimientos de los intereses del patrocinador. Siguiendo con el ejemplo, existe una gran cantidad de biógrafos con remuneraciones sumamente altas que van a intentar mostrar una historia color de rosa o en su defecto, ambivalente. Pensemos también en las ciencias exactas, los resultados estarán enmarcados por el mismo fin. Si pensamos en otro ejemplo, digamos las ciencias económicas: John Nash (protagonizado por Russell Crowe en ‘Una mente brillante’), Premio Nobel de economía en 1994 por su Teoría de los Juegos, descubrió “literalmente que Adam Smith —el padre de la economía— no tenía razón, cuando en el año 1776 en su obra La riqueza de las naciones esbozó su tesis principal —y base fundamental de toda la teoría económica moderna— de que el máximo nivel de bienestar social se genera cuando cada individuo, en forma egoísta persigue su bienestar individual, y nada más que ello”. Nash mostró el razonamiento de Adam Smith, y declara que: “con ellos, más de siglo y medio de teoría económica se desvanecía”, y por consecuencia le acompaña el mismo liberalismo y neoliberalismo.
En síntesis, todo lo anterior significaría “la demolición del individualismo y de la libre competencia como base central de la teoría económica”. Aclara que la denominada Teoría de los Juegos fue descubierta alrededor de los años 30 del siglo XX por John Von Neumann (Budapest 1903-E.U. 1957) y Oskar Morgestern (Silesia 1902- E.U 1977), y nació principalmente para mostrar que el egoísmo generalizado perjudica a los jugadores. Se le denominó ‘juego’ a una situación conflictiva en la que dominan los intereses contrapuestos de individuos o instituciones; es decir que, “los conflictos entre seres racionales que recelan uno del otro, o la pugna entre competidores que interactúan y se influyen mutuamente, que piensan y que, incluso, pueden ser capaces de traicionarse uno al otro constituyen el campo de estudio de la teoría que se basa en un análisis matemático”. El juego más sangriento de todos es la guerra. Por ejemplo, en términos más claros se podría decir del caso de un equipo de fútbol: “Supongamos un equipo en el que todos sus jugadores intentan brillar con luz propia, jugar de delantero y hacer el gol. Más que compañeros, serán rivales entre sí. Un equipo de esas características será presa fácil de cualquier otro que aplique una mínima estrategia lógica: que los once integrantes se ayuden entre sí para vencer al rival. Aun cuando el primer equipo tenga las mejores individualidades. Individualmente es probable que los miembros del segundo equipo luzcan mejor. Esto, ni más ni menos, es lo que Nash descubre, en contraposición a Adam Smith, que sugería que cada jugador haga la suya”.
Se asegura, y con bastante razón, que la Teoría de los Juegos se menciona con una fuerte dosis de vaguedad, ya que continúa aplicándose en toda su extensión la de Smith. Si tomamos en cuenta que la ciencia económica emite recomendaciones hasta para un modo de vida singular “se está tocando directa o indirectamente el destino de millones de personas”.
Se dice que ya no se trataba de jurar sobre las palabras de nadie, el fundamento de la ciencia no reside en la autoridad de un pensador, sino únicamente en las pruebas de los hechos y contra los hechos y los experimentos, ya que éstos no se pueden discutir. En 1662 Carlos II (1630-1685) de Inglaterra fundó la Royal Society con el objetivo de redactar “informes fidedignos de todas las obras de la naturaleza” con un lenguaje “austero y natural, un lenguaje de expresiones positivas y con significados claros”. La idea pues, era que los términos expresados en las investigaciones fueran lo suficientemente sencillos y claros para ser entendidos por artesanos, campesinos, comerciantes, y dejar en el olvido toda la entramada filosófica usada para el entendimiento sólo de los iniciados. Henry Oldenburg (1619-1677), de origen alemán, como secretario de la Sociedad Real de Londres inició en 1665 la publicación de las actas de la sociedad (Philosophical Transactions) continuando la difusión hasta nuestros días. Es considerada la primera revista periódica dedicada a la difusión de temas científicos. El objetivo de expresarse con palabras entendibles para la mayoría de la población nunca fue alcanzado por más que algunos, sólo algunos. Para la mayoría la arrogancia intelectual formaba parte de esa clase selecta y privilegiada que los hacía sentir que fueron creados por los dioses. En Francia se constituyó la Academia Real de las Ciencias (Académie Royale des Sciences) a interés del ministro Jean-Baptiste Colbert, quien convenció al rey Sol en 1666 de formarla. La idea provino del holandés Christiaan Huygens (1629-1695) durante su estancia en París a invitación de Colbert. El científico holandés escribió un famoso Memorándum en el que afirmaba que “la ocupación fundamental y más útil de los miembros de la Academia es dedicarse a la historia natural según el plan trazado por Bacon”: y continúa: “hay que considerar la fuerza, la virtud y los efectos de las cosas descubiertas, que no aparecen con tanta claridad en otras cosas, como en aquellas tres invenciones que resultan desconocidas para los antiguos y cuyo origen —aunque reciente— es obscuro y poco glorioso: el arte de la imprenta, la pólvora y la brújula”.
A simple vista pareciera que estos tres
inventos no tenían mucha importancia, “sin embargo modificaron la disposición
del mundo en su conjunto, la primera en las letras, la segunda en el arte
militar, la tercera en la navegación; de ello surgirían infinitos cambios,
hasta el punto de que ningún imperio, ni secta, ni estrella parece haber
ejercido mayor influjo y eficacia que estas tres invenciones”. Huygens en su
Memorándum quizá resumió toda la inquietud de la revolución científica: “existen
muchas cosas que, aunque sería muy útil conocerlas, nos son del todo —o casi
del todo— desconocidas; la naturaleza del peso, del calor, del frío, de la luz,
de la atracción magnética, la respiración animal, la composición de la
atmósfera, la manera en que crecen las plantas, y así sucesivamente”. Además, a
las personas de ciencia les interesaba “experimentar sobre el vacío a través de
bombas, y determinar el peso del aire, analizar la fuerza explosiva de la
pólvora dentro de un recipiente de hierro o de cobre lo suficientemente grueso;
examinar la fuerza del vapor; examinar la fuerza y la velocidad de los vientos,
y estudiar su utilización para la navegación y para las máquinas; analizar la
fuerza (…) del movimiento provocado por un golpe”. Todo era curiosidad. Todo un
universo para investigar, libre de ataduras eclesiásticas. Aunque infinidad de
ocasiones se observó a muchos científicos cargados de un similar fanatismo
científico que se cubrió de un fundamentalismo similar al que contrariamente
criticaban. El entusiasmo era, y es desbordante, llegando incluso al extremo de
omitir a la ética. El hombre, se piensa en muchos eventos como un ser perfecto,
superior incluso a sí mismo; inalcanzable. Sin embargo, la mayoría de las
personas pedimos clemencia cuando nos encontramos en medio de un terremoto o
cualquier otro tipo de fenómeno incontrolable. La mayor parte del día se nos
olvida que somos ínfima cosa, y tratamos de nutrirnos con la arrogancia. No
existe nada científico para eliminar este sentimiento.
*Maestro en Historia.
prietoalba@yahoo.com.mx