Tenía doce años, era alto, robusto, moreno, de cabello lacio y áspero, como la crin de los caballos; con mejillas y manos ennegrecidas y ajadas por el intenso frío del crudo invierno y la falta de buen humectante (manteca, vaselina o cold cream, que detestaba usar pese a la insistencia de su madre: “son cosas pa’viejas”). Todas las tardes se calaba su gorra de béisbol hasta las orejas, y con su yompa de mezclilla de forro aborregado, y camisa a cuadros se iba a sacar las chivas del corral para llevarlas a pastar a las colinas y a beber agua del arroyo. Caminaba tanto detrás de estos escurridizos animales que regresaba a casa cansado y algunas veces se iba a la cama sin cenar. Su mamá, consciente de ello, le llevaba algún bocado para que no se durmiera con el estómago vacío y así evitar que su espíritu se levantara a deambular en la obscuridad.
José no tenía un caballo como sus hermanos pues su papá
consideraba que no era lo suficientemente grande para tenerlo.
—Tienes que demostrar que eres hombre para poder tener un
caballo? decía papá con voz grave cuando hablaban del asunto.
Un día preguntó José a su hermano cómo hacerle para probarle
a su padre que era grande y podía tener un caballo.
?Debes hacer algo diferente y a la vez extraordinario.
? Diferente, ¿Cómo qué? — preguntó José asombrado.
? Busca en el monte y tráele un gran regalo.
?Un gran regalo mmmm… parece buena idea?. Le pidió a su hermano
que cuidara las chivas al día siguiente para ir a buscar el regalo para papá.
Era sábado y no había escuela. José se levantó muy temprano
en la mañana y caminó y caminó por horas sin hallar nada extraordinario.
Cansado se detuvo a beber agua del arroyo bajo la sombra de un sauce. Recargó
su cabeza en el tronco dispuesto a dormir una siestecita cuando escuchó las
voces de dos ancianos que charlaban sin percatarse de su presencia.
? ¿En esta época del año el gran pájaro de la montaña pone
su huevo azul?
?El cóndor. Claro que sí. De pequeño siempre quise
obsequiarle un huevo de cóndor pintado a mi padre, pero nunca me atreví a escalar
el picacho para llegar a la cueva del ave. Sabía que ese sería un gran regalo
para él.
?Un huevo pintado. ¡Eso es! — pensó José. Y regresó muy
contento a casa, pues encontraría el huevo y pintaría un pedazo de monte en él,
y su papá estaría feliz con el regalo.
Esa noche cenó y se fue a la cama temprano, pues tendría que
madrugar al día siguiente. En el mes de febrero el frío de las mañanas es muy
intenso; el hielo blanquea el suelo y los techos de las casas de la aldea; los
perros se acurrucan en los quicios de las puertas para cobijarse. Eso no
impidió que José se levantara antes del amanecer, tomara una botella de agua, y
un poco de carne seca, y saliera de casa sin avisar a nadie. Caminó a
hurtadillas para que los perros no ladraran por su presencia. Cuando llegó al
camino se dirigió hacia donde sale el sol, a donde se encuentra el cerro del
picacho.
Después de caminar buen rato divisó la punta del picacho, se
alegró pues pensó que ya le quedaba poco trecho. Sin embargo, caminó cinco
horas más. Al llegar al pie de la cumbre, cansado de caminar, se echó abajo de
unos matorrales a descansar. Bebió y comió un poco para recuperar fuerzas y más
adelante emprendió su viaje en ascenso para llegar a la cueva donde esperaba
encontrar tan anhelado huevo. La escalada era difícil; el terreno era muy rocoso
y había muchas plantas espinosas: chollas y uñas de gato, que se le enganchaban
en la ropa o lo rasguñaban al paso cuando intentaba aferrarse a ellas para
tomar impulso, y lograr llegar a la cueva. Ésta no era muy profunda por lo que
se podía ver el huevo desde afuera.
?El huevo está solo. Aprovecharé para entrar ahora que no está
su mamá.
Estaba a punto de entrar cuando una sombra cubrió el lugar. Sorprendido
José miró hacia arriba para ver qué cubría la luz del sol, y vio a la enorme
ave con las alas extendidas que volaba sobre su cabeza. Tenía la cabeza calva,
y de un rojo profundo por la excitación
?¡¿Qué intentas hacer?! ¡¿Robar a mi hijo?!
?Exclamó el
ave. ? ¿No ves que ya quedamos muy pocos? Ustedes han acabado con nosotras. Yo solo
pongo un huevo cada dos años, si te lo llevas qué va a ser de mí y de mi
especie. Desapareceremos de este mundo y ya no habrá quien limpie las inmundicias
de los bosques. Te gustaría que tu especie desapareciera. Que ya no hubiera más
de ustedes.
? Disculpe señora cóndor. Quería llevarle un regalo a papá. Su
huevo es tan bonito y grande que quería pintarlo y obsequiárselo. Él me daría
un caballo, y yo no tendría que caminar cuando cuido a las chivas. No me
llevaré su huevo. Prefiero no tener caballo que llevármelo? dijo José con los
ojos llenos de lágrimas.
Al verlo angustiado, el ave exclamó:
? Voy a darte un regalo que encantará a tu padre? y lanzó un
objeto a los pies de José. Era una enorme pluma negra de una de sus alas. José
pensó que ese no era un regalo extraordinario; era una pluma y de esas había
muchas tiradas en el monte. Se enjugó las lágrimas, agradeció al ave y
emprendió el camino de regreso.
Oscurecía cuando llegó a casa. Los perros ladraron al oír
sus pasos. Sus padres, al escuchar los ladridos, salieron y lo vieron llegar
con paso cansado. Corrieron a recibirlo, estaban muy preocupados por no saber dónde
había pasado el día. Con la cara triste y expresión cansada les contó la
historia, y entregó a su papá el regalo que le había dado el cóndor. Su padre lo
abrazó, entraron a la casa, cenaron juntos, y contentos se fueron a la cama.
A la mañana siguiente la madre despertó a José y le dijo que
su papá lo esperaba afuera. Salió presuroso y con sorpresa vio a su padre que
llevaba orgullosamente puesta la enorme pluma negra en su sombrero; sostenía
con su mano derecha un caballo pinto con la crin roja y los ojos azules.
- Es tuyo, te lo has ganado ? dijo el padre con cariño.
José obedeció emocionado y con lágrimas en los ojos,
acarició la crin roja de su cuaco. Lo montó y salió galopando hacia el monte. El
aire frio de la mañana le tocaba la piel y movía su cabello. Era el día más
feliz de su vida.
*Maestra jubilada.