A pesar de las advertencias Manilka decidió subir con cautela, no importando el tiempo que tardara para llegar a la cima. Era una perra tenaz, y desde que su madre dejó de amamantarla, nunca había dejado de sentir hambre. La promesa del hueso de oro la llenaba de esperanza.
En el camino, un segundo perro, que a leguas se veía más feroz, pasó con rapidez, ladrando y
empujándola. Poco le duró el gusto, las ratas comenzaron a roerle las patas, lo que lo hizo detenerse y
regresarse escondiendo hasta la cola.
Al ver a las ratas entretenidas, Manilka continuó avanzando con sigilo; se escondía en cada
montoncito de piedras que encontraba en el camino, detrás de algún arbusto. Dos días después,
aguantándose el hambre, vio que por el camino principal subía un nuevo perro. Éste venía ladrando una
canción, muy tranquilo. Las ratas lo miraron asombradas, y les dio tanta ternura su alegría, que
decidieron dejarlo pasar. No así los papiones, quienes volando llegaron a él para jalarle las orejas, la cola
y el pelaje. Lo levantaban del trasero y luego lo dejaban caer.
El pobre perro quería correr, pero había papiones a su alrededor y comenzó a ladrar angustiado,
imaginando que este era su fin. Cada vez algún mandril lo elevaría más alto y la caída acabaría por
matarlo.
Manilka salió de su escondite decidida a aprovechar la distracción de los monos, y alcanzar la
cima de la Montaña, para dar con el hueso de oro que le aliviaría para siempre el hambre. Pero se
detuvo al escuchar los desesperados ladridos del perro que era maltratado por los monos. ¿Qué hacer?,
se preguntaba: ¿ayudo a este compañero y ambos nos quedamos sin el hueso de oro o me hago de la
vista gorda y voy por el premio?
Decidida, hizo caso omiso del hambre que sentía y, poniendo todo su corazón, corrió hacia el
borlote. A dentelladas y ladridos se enfrentó con los papiones. Ahora eran dos perros quienes daban la
pelea. Los mandriles vieron demasiados dientes filosos, y se elevaron, planeando, en espera de que el
dúo se redujera en cualquier momento.
Entonces Manilka y su amigo vieron pasar de regreso a aquel segundo perro que habían
espantado las ratas. Venía con el hueso de oro en el hocico, vanagloriándose de su habilidad por
aprovechar la distracción.
Manilka se puso triste, y al notarlo el perro al que había ayudado le dijo: por ayudarme, te
cumpliré un deseo. ¿Un deseo? El que quieras. Soy el genio de la montaña, el tercer obstáculo que nadie
había enfrentado. Mi nombre es Amistad, eso que has demostrado al ayudarme. Ahora pide tu deseo.
¡Deseo no pasar hambre! El perro mágico ladró y Manilka se miró en el cobertizo de una casa. La
puerta de entrada se abrió con lentitud y apareció una niña blanca de ojos enormes y rasgados. Manilka
movió la cola con alegría. La niña sonrió, y nuestra amiga supo que junto a esta niña jamás le faltaría
alimento.
Soy el genio de la montaña, el tercer obstáculo que nadie había enfrentado. Mi nombre es
Amistad, eso que has demostrado al ayudarme. Ahora pide tu deseo.
*Doctor en Ciencias por el Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados del IPN. Posdoctorante en el
Instituto de Investigaciones Oceanológicas de la UABC. Email: adanizante@yahoo.com.mx