|    El Cuento:   Todos o ninguno   |

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13-01-2018
A las seis y media, como todas las tardes, el chico inició la tarea de introducir al local las jaulas donde se exhibían en la banqueta algunos de los animalitos para venta.

El arrogante gallo de pecho negro con brillantes plumas oscuras y coloradas parecía agradecer el regreso al calorcito, pues afuera, desde hacía un buen rato, corrientes de aire frío se colaban entre sus plumas y lo hacía estremecerse. ¡Cómo extrañaba la granja!, nunca supo cómo fue a parar a éste su nuevo hogar, aunque la verdad no la pasaba tan mal.

Dos traviesos cachorritos de raza “pastor alemán” ladraban inquietos, brincaban y se mordisqueaban mientras eran trasladados al rincón donde pasaban la noche para volver a ser expuestos la mañana siguiente en espera de ser adquiridos por algún amante de los animales y pasar a formar parte de su familia.

Entre los inquilinos estaba una pareja de tiernos conejitos, uno de pelaje blanco y el otro de color gris que juntaban sus narices, correteaban y se acostaban panza arriba, esperando su turno de ser colocados en el área de dormitorios dentro de la tienda.

El elegante y blanquísimo gato de angora turco maullaba suavemente al tiempo que estiraba con pereza su esbelto cuerpo ansiando también entregarse al sueño después de un largo día pasado al aire libre contemplando el bullicio de la calle.

Había mascotas de todo tipo incluyendo patos, hámsters, pericos, tortugas, etc. No faltaban las peceras con pececillos dorados, azules y anaranjados donde nadaban de arriba a abajo, de un lado a otro en su pequeño mundo acuático. Algunos vivían separados, individualmente, por su poca tolerancia con otros de su especie.

A última hora, una regordeta y sonriente señora acompañada por una niña pelirroja con moño rosado en su cola de caballo entró apresurada en busca de tortuguitas. Por cierto que casi fue atropellada por uno de los muchachos, quien iba y venía atareado con la rutina de cerrar la tienda al cumplirse el horario. Por lo tanto, la dama en cuestión apuró a su hija en su elección de la mascota, para pasar a la caja, pagar por su compra y salir lo más pronto posible.

Acomodadas las jaulas y cubiertas las peceras, los empleados limpiaron y ordenaron lo que estaba fuera de lugar, apagaron luces, cerraron las puertas de la entrada principal y la de ingreso a la bodega de alimentos. Se despidieron para tomar distintos rumbos dirigiéndose, uno a su hogar y otro a la universidad.

Pasó una hora, la calma reinaba. La evidente inactividad acompañada de la completa oscuridad dio a todos la certeza de que era el tiempo del descanso, del sueño reparador y a ello se dispusieron.

Era una noche tranquila hasta que, durante el continuo movimiento de algunos peces, la aleta de uno de ellos se enredó entre unas plantitas que adornaban su hogar y al jalonearse para zafarse, sin percatarse de ello, jaló el cable del filtro, el cual permanecía conectado, como siempre, para limpieza de las impurezas del agua contenida en el tanque. Éste hizo corto circuito y en instantes brotaron las primeras chispas.

Apenas transcurrieron unos cuantos minutos y el incendio se había declarado; las llamas al contacto con material inflamable tomaron cuerpo, intensidad y calor. El humo invadió la estancia provocando el despertar de los pocos que todavía se hallaban dormidos. La alharaca estalló con ladridos, chillidos y sonidos de todo tipo salidos de las gargantas de tanto animalito asustado.

El caos se apoderó de los habitantes de la veterinaria ante la impotencia y el miedo reflejado en las caras de todos ellos. Con increíble fuerza y furia pateaban, empujaban y mordisqueaban intentando abrir sus aposentos para escapar de aquella muerte anunciada.

Tal esfuerzo titánico rindió sus frutos. La puerta de la jaula de los perritos cedió ante tanto golpe y ni tardos ni perezosos salieron sin rumbo fijo hacia dónde dirigirse, puesto que el ambiente estaba saturado de humo y llamas que les impedían respirar cómodamente y sobre todo, ver hacia donde se abriera una posible vía de escape.

Aterrados, husmearon aquí y allá buscando rastros para encontrar algo o a alguien reconocible que pudiera salvarlos ante la espantosa tragedia que vivían y que, por supuesto, sobre todo por su corta edad no habían experimentado jamás.

Después de algunos recorridos infructuosos se toparon con lo que supusieron eran peces convulsionando en el piso debido a la rotura de sus peceras y el consabido escape de agua. Con sumo cuidado, tomaron con sus hocicos a cuatro de estas criaturas y las depositaron en el acuario más grande que, hasta ese momento no reportaba daño alguno, tal vez por el grosor de su cristal.

Regados por el piso había trozos de madera, pedazos de cristal, cartelones, cajas y cartones de papel quemado. Por las dimensiones que tomó el incendio todo indicaba que no se salvaría nada ni nadie.

Seguían su incierto camino cuando detectaron con el olfato el cuerpo del parlanchín perico yaciendo bajo el peso de su propia jaula. Por un error del empleado, al no asegurarse de cerrar el candado el ave quedó afuera, así que anduvo volando a su antojo en completa libertad, picoteando comida y sintiéndose muy afortunado. Nunca se imaginó lo que pasaría, ahora tenía quemaduras en una de sus alas, lo cual le impedía en un momento decisivo aletear lo suficiente para evadir a los objetos cayendo por doquier.

Los perritos, como pudieron, levantaron y movieron a un lado aquello que lo aprisionaba y el pobre perico respiró un poco aliviado al sentirse liberado de tal opresión.

Los tres, uniendo sus esfuerzos y en la medida de sus posibilidades se dedicaron a ayudar a sus compañeros de infortunio. Abrieron la casita donde daban vueltas los hámsters, quienes al verse salvos corrieron como desaforados por los pasillos. A su vez, al escuchar los lastimeros maullidos del elegante felino hicieron acto de presencia y mordieron con sus poderosos dientes el cordón que adornaba la cerradura de su casa. Al salir cubrió de lamidos su albo pelaje lanzando al mismo tiempo miradas de agradecimiento a sus salvadores. Y pensar que alguien dijo alguna vez que gatos y roedores no se llevan bien.

Y así la mayoría de ellos buscó un escondite con ventilación mientras los más ágiles ansiaban encontrar la forma de salir de aquel atolladero.

De repente el sonido de una sirena proveniente de un carro de bomberos y posteriormente el ruido que hacían los golpes propinados por alguien afuera del local, hicieron que al unísono voltearan la mirada hacia las dos entradas. Cuatro bomberos entraron violentamente, ninguno imaginaba hallar con vida a los animales.

En esos momentos el dueño de la tienda llegó acongojado y con la tristeza reflejada en el rostro esperando lo peor, su negocio con pérdida total y lo más triste, muertas sus mascotas. Se unió al equipo inspeccionando el lugar. Sonrieron felices al ver que el recién comprado acuario estaba íntegro, sin daño alguno y repleto de peces contentos moviéndose dentro.

Otro de los traga-humo detectó una especie de agujero o túnel que daba a un patio interior. El encargado comentó que se encontraban instalando conexiones de tubería para la construcción de una nueva sala de exhibición del acuario.

Se introdujeron a través del pasadizo aquel y cuál no sería su sorpresa ante la visión de un montón de animalitos juntos, revoloteando, maullando, ladrando, cacareando, chillando, graznando de gusto ante su milagrosa presencia.

¡Misión cumplida, parecían decirse unos a otros!

Por: Lourdes García Santos