|    El Cuento:   De días y de siglos   |

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04-05-2016
... Siempre creí que la vida la pasaría sola, que a mi vientre nunca llegaría la fertilidad deseada. Habían pasado los años y la soledad la llevaba a cuestas, si acaso leves compañías de seres cuya vida se antojaba nómada, tránsitos estériles, pocos diálogos y nada de querencias. Pero, ¿quién va a querer a alguien cuya presencia pareciera no podría dar nada? Es claro que a una la deben de querer por lo que es, no por lo que da. Pero deseaba tanto el amor que habría dado lo que fuera porque alguien estuviera conmigo...

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- La niña se quitó rápidamente los zapatos, lo que había visto la aterraba y quería sentir el contacto de sus pies descalzos sobre la tierra mojada, quería sentirse acompañada.

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... Nada me favorecía, mi piel reseca no llamaba la atención de nadie. Cuando alguien me veía, ¿podría pensar que en mis entrañas bullía la vida? ¡Qué va! 

-¡Vámonos al carajo, había oído decir, de aquí no puede salir nada bueno!- Y en mi soledad lloraba, pero, ¿quién podía atender mi dolor?, ¿quién se atrevería a consolarme, a llenarme de caricias? Y callaba.

Durante largos periodos guardé silencio, silencio que se convirtió en mi escudo, en mi defensa contra aquellos aventureros que en búsqueda de la mítica isla de California y la reina Calafia se allegaron a estos sitios. Llegaron por el Golfo de California, subiendo las turbulentas aguas del Río Colorado o atravesando los territorios de Pimas y Pápagos por el llamado “Camino del Diablo” hasta la zona habitada por los Yumas. Me escudé en mi quietud y en la aridez de mi piel contra aquellos que quisieran aprovecharse de mí, aunque realmente no pedía mucho. ¿O es mucho pedir el sentirse amada? Pero ellos no ofrecían amor y yo requería de cariño y compañía, que alguien calmara mi sed, una sed de amor que me carcomía...

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-El silencio que la envolvía dominó sus sentidos y hubo de sentarse de cuclillas, quieta, recordando al hombre que acababa de ver, herido, golpeado, ¡muerto!

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... Nunca he sentido envidia a pesar de la soledad que la mayor parte de mi vida me ha acompañado y de ver y saber que otras habían tenido más suerte que yo; ellas habían sido, si no dominadas, si favorecidas por la presencia de los Yumas, los Kiliwas o los Dieguinos. Los más cercanos a mí eran los Cucapás, que habitaron casi siempre en las márgenes del Río Colorado. Éstos, con su aspecto físico bien formado, con su color tostado oscuro y sus facciones agradables, llamaban mi atención; sus collares y sus pulseras me atraían, más tan solo los veía pasar, ¿qué podía hacer para que se fijaran en mí? 

Deseaba tanto sentirme reconfortada, querida. No, no sentía envidia, siempre he conocido mis cualidades y he confiado en mí misma. A pesar de mi aspecto sabía lo que podía dar, lo que podía proporcionar; la envidia es para aquellos que creen que no tienen nada, que limitan sus virtudes y no aquilatan sus fuerzas. 

Yo siempre he sido fuerte, durante años acumulé en mi ser lo necesario para tener y dar vida, tan solo requería que alguien se diera cuenta de ello y me brindara los elementos para lograrlo, porque esa fuerza la sentía hervir dentro de mí, en mi vientre…

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- ¿Quién podía reconfortarla?, Adelina abría y cerraba los ojos asustada, confundida. Se puso de pie y corrió, corrió hacia el patio de su casa, a una porción de tierra árida, bajo unos pinos salados y tomando el rastrillo se puso a hendir la tierra con él, lo hacía con la fuerza que daba su corta edad y con la vehemencia de quien desea encontrar alivio.

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... Mi vida se deslizaba en una eterna monotonía, era dejarse llevar por la cadencia de los tiempos, aquí nunca sucedía nada, tan solo altas temperaturas en los largos días de verano en los que al caer la noche la voluptuosidad y el deseo se apoderaban de mí, pero, ¿cómo calmar mis anhelos?, ¿cómo calmar mis ansias...?, ¿a quién gritar mis deseos de sentirme poseída, amada?, ¿quién podría calmar mi sed y darme la semilla para hacerla crecer en mí?. Y todo era silencio, silencio en esas breves noches en las que el despertar traía consigo la esperanza de que algún día me sentiría querida.

Las tardes eran tristezas deseando compañía, hurgando el horizonte, donde la mayoría de las veces tan solo veía sequía, y en muchas de esas tardes languidecía observando atardeceres, grandes jirones de nubes escarlata, amarillo y naranja, por allá en el horizonte, sobre aquel cerro, aquel que se ve en el fondo, aquel que al paso de los años a la gente le dio por llamar “El Centinela”...

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- La niña observó los trazos sobre la tierra, su querida tierra y deseó confundirse con ella, pasaba la vista por los caminitos trazados buscando encontrar una salida para su angustia, tomó un poco de agua y la salpicó sobre esa tierra árida y volvió a sentir la fascinación que siempre experimentaba al ver cómo se separaban las gotas, cómo no eran absorbidas rápidamente por esa tierra que pesar de su sequedad pareciera no tener sed y se acuclilló de nuevo con la vista fija en el agua, dejando correr el tiempo, de no pensar en nada, en espera de que esa quietud la salvara.

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... Los crudos inviernos me sumergían en largas noches de espera, en espera de una nueva vida, en espera de colonos que dieran su vida por mi vida; que estos lugares se transformaran en algo más que en un “paso obligado”, que dejara de ser la simple ruta que había sido marcada muchos años atrás por el Capitán de Anza en su expedición, que al cruzar por segunda vez por estos sitios, acamparon en un lugar muy próximo al Río Nuevo causando mi entusiasmo, creyendo que por fin en los inviernos tendría un poco de calor humano; que ellos me querrían y compartirían conmigo las noches estrelladas y los tranquilos amaneceres invernales; mas continuaron en su búsqueda de un camino que uniera a Sonora con la Alta California, y yo seguí en la espera de que alguien se quedara y deseara realizar tan siquiera un precario intento de poblamiento, deseaba se establecieran aquí, junto a mí...

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- Adelina se levantó, miró a su alrededor en la búsqueda de los pretextos necesarios para no gritar, no se atrevía a hacerlo, quién sabe si también la culparían. Buscó lo que a su juicio la mantendría ocupada y descubrió las granadas. En el jardín de su casa se daban grandes, coloradas, apetitosas, pero ahora no sabían a nada, un leve sabor a pavor le impedía disfrutar la jugosidad de sus granos, pero aun así las comería hasta hartarse. Para ello se refugió al fondo del jardín, que aún presentaba huellas de la lluvia recibida dos días antes, y reposó a la sombra de las moras y la nopalera, junto al cilantro y el anís, esperando que la profusión de aromas que la envolvían, confundiera a los demás y así no la encontraran.

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... Me encuentro en un sitio donde la ausencia de lluvias es casi absoluta, y cuando llegaba a llover creía por pocos días que esas lluvias serían continuas, que con ello todo cambiaría, mi piel reseca adquiría otro semblante, todo me favorecía y me sentía atractiva, llena de calma y de ilusiones; deseaba alguien me viera y creyera en mí, sin sospechar que había estado siendo observada, que ya habían descubierto mi deseo y mis necesidades, que sabían mi potencial de vida, que felizmente cambiaría mi destino y que mi realidad sería otra...

* * * * *
- Se incorporó de pronto y fue hacia el columpio, su realidad era lo que había visto y quería olvidarla, no era comiendo granadas ni envolviéndose en aromas que lograría ocultarla, ¿cómo evadirla? Quiso sentir el aire y el sol sobre su piel, se subió al columpio, que bajo el pino salado mostraba sus inertes cuerdas, se impulsó y fue tomando vuelo, con los ojos muy abiertos fue observando el cielo y las ramas, el cielo y las ramas, ramas-cielo, cielo ramas, hasta que el movimiento continuo en un tiempo prolongado y la lucha en que por olvidar se debatía, le provocó el vómito. 

Continuará…

Por: M. Arq. Héctor Ramón Fregoso Vázquez